LA PASIÓN CINÉFILA OCHENTERA
La pasión ochentera nació
de la pura nostalgia de los fans de toda la vida. El 90 % de esa pasión radica
en el recuerdo y evocación de un rico patrimonio cinéfilo, mucho más creativo
que el presente. Basado en la variada novedad del cine de la época, ya fuera en
las salas de cine o en aquellos vídeo clubes, que más de uno (un servidor),
parasitaba de mala manera en busca de piezas insólitas que no podían abarcar las
salas de cine, y menos las valencianas.
Recuerdo a la crítica de la
época caracterizada por su dogmatismo político a través de la cartelera
"Turbia", y tan llena de prejuicios como un mitin de cara a las
elecciones. El cine tenía que ser a la fuerza "progre", un término
que se ha ensuciado de mala manera en estos tiempos que corren, y tal como me
dijo un buen colega: - Si hay más de 10 personas en la sala, es una mierda -.
Según cierta crítica, el
cine tenía que ser "arte", aunque durmiese a las ovejas, y las superproducciones
de Hollywood eran por naturaleza "fascistas". No podías decir que te
gustaba Stallone, porque entonces te tachaban de ser partidario del
"imperialismo americano". Tenías que ver cine español, aunque fuera
insoportable, aunque siempre salieran los cuatro de siempre (Jorge Sanz y
compañía), y que siempre tratara de la guerra civil, o de como un pringado se
tiró a su prima. Yo odiaba ese dogmatismo cinéfilo, pues era más que normal en
ciertos círculos soltar que el cine de géneros era "reaccionario".
Y todavía cargamos con esos
prejuicios de que si no te morías viendo una del portugués Manoel de Oliveira
(con una media de quince minutos de duración por plano), eras digno de llamarte
cinéfilo. Luego está el rollo mercantilista, con las convenciones y los
capullos que van disfrazados de Cazafantasmas. O la adoración desproporcionada
de ciertos títulos (Los goonies), y el total olvido sobre otros a reivindicar
(Los viajeros de la noche/Near Dark de Kathryn Bigelow).
El cine ochentero nació como
un placer culpable destinado a llenar las arcas de Hollywood, no nos engañemos.
Pero todavía poseía ese sentido de la maravilla que caracterizaba al cine
clásico. John McTiernam quizá no fuera David Lean, pero era mucho mejor que un
Michael Bay con diferencia, y todavía existía ese sentimiento de asistir a una
proyección como una experiencia colectiva. A finales de los ochenta todavía
existían los cines de reestreno y las salas de verano al aire libre, y yo era
adicto a ellas. Podías verte de un tirón "Muñeco diabólico" de Tom
Holland, "Mal gusto" de Peter Jackson y "Maximum overdrive"
de Stephen King a lo largo de una tarde de fin de semana.
Para mí, ahí está la
verdadera esencia de la nostalgia ochentera. La sensación de que no había dos
películas iguales, algo que hoy en día, tras la oportunista moda de los
remakes, se ha perdido.
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